A tres meses del estallido, ni la persistencia de las manifestaciones ni los resultados de la encuesta CEP parecen desenfocar la mirada del Ejecutivo de una agenda que ignora las demandas más sentidas de la ciudadanía, pero que privilegia la recuperación del orden público.
Mirado por el espejo retrovisor, durante estos tres meses ha resultado asombrosa la creencia del Gobierno de que podía resistir a un estallido de esta envergadura sin ceder a las demandas sociales, idea que comparte la trenza de poder económico, político y mediático que lo sostiene. Razones en todo caso hay: a pesar de las crecientes insurrecciones sectoriales que se han producido en Chile en los últimos 15 años, las sucesivas presidencias han logrado seguir relativamente incólumes sin conceder nada sustantivo. Así ha sido con los pingüinos, los habitantes de Aysén, los universitarios, los profesores y quienes han impulsado el NO+AFP.
Nunca había salido tanta gente a las calles (en toda la historia de Chile) con demandas sociales concretas, pero desde La Moneda ha habido confianza en que la respuesta podía hacerse a través de militares, carabineros descontrolados y polémicos proyectos de ley que refuerzan la mano dura en el orden público. El Gobierno podía estar más débil que nunca, pero sabía que iba a contar con al menos un sector de la oposición con la que hay, además de inconfesas cercanías, el pánico compartido al supuesto caos si la figura presidencial no diera para más.
Si había millones pacíficamente en las calles, bien se podía descansar en que los canales de propiedad de grandes grupos económicos se iban a concentrar en el vandalismo aislado y con ello poner a su favor a la manida mayoría silenciosa. En última instancia, la apuesta era a que el hastío, las fiestas de fin de año y las vacaciones iban a terminar esfumando el descontento.
Pero como la élite entiende mejor un susurro de la propia élite que la voz masiva del pueblo, no fue la incesante movilización lo que terminó señalando al Gobierno de que estaba todo muy mal, sino la encuesta CEP. El resumen: el apoyo al Presidente es de apenas el 6 por ciento, a la ciudadanía nunca le había importado tan poco el orden público y, en cambio, tiene certezas en que las prioridades son la salud, la previsión, la educación y los sueldos. Interlocutores en los cuales apoyarse tampoco hay: el Congreso y los partidos políticos tienen un apoyo del tres y dos por ciento.
El Ejecutivo no ha salido indemne ni impune, tanto del mal manejo político como de las violaciones a los derechos humanos y, por si fuera poco, en los últimos días, se le ha hecho pagar de forma directa e indirecta por estas acciones en los lugares de mayor vitrina: el matinal de Televisión Nacional y el Festival de Olmué. Un frío debe recorrer la espalda de algunos inquilinos de La Moneda a la espera del Festival de Viña.
Así, toda la confianza del Gobierno en que las vacaciones serían el punto de inflexión a su favor se pulverizó. En las últimas horas, dirigentes y analistas del oficialismo han concedido que se debe cambiar urgentemente el libreto, aunque ya sea demasiado tarde para impedir la movilización del próximo 8 de marzo, que se presume será histórica y reinterpretada como una jornada contra el Ejecutivo.
Para tal efecto se han planteado dos posibles vías, eventualmente complementarias: por un lado, una voluntad política de establecer acuerdos amplios, es decir, no simplemente para rasguñar una mayoría que transforma victorias legislativas en derrotas políticas, sino para dotar de una legitimidad mayor a las acciones del Gobierno. Y segundo, terminar con este vértigo legislativo insignificante, que aprueba leyes que a nadie le importan, para concentrarse en pocas cosas bien hechas que puedan distinguir la acción del Ejecutivo durante el tiempo que le queda. Como puede verse, ambas consideraciones son realistas y ni siquiera aspiran a que la actual administración pase a la ofensiva.
Pero ninguna de las dos parece ser hoy la del Gobierno. Aunque el escenario cambió luego de la encuesta CEP, la lectura sobre cómo salir del fondo del pozo provoca diferencias en el sector. Para el ala más conservadora, lo más grave no es el porcentaje de apoyo en sí mismo, sino la percepción de que el electorado tradicional de derecha los ha abandonado. Y que, por lo tanto, la única manera de recuperarlo es acentuar la agenda del orden público, poniéndolo incluso como un asunto de vida o muerte para los actuales ministros. Así lo señaló la senadora Jacqueline Van Rysselberghe al afirmar que “un posible nuevo cambio de gabinete dependerá de lo que pase en estos dos meses, de lo que pase en marzo y de si se logra desarticular a la primera línea”. Parecería increíble en otro momento que la suerte de un equipo político o del gabinete dependiera de un grupo de muchachos que resisten con escudos a Carabineros.
Así, mientras por primera vez los habitantes del país sacan al orden público de las prioridades y el Gobierno alcanza mínimos históricos de adhesión, la respuesta del Ejecutivo es -paradójicamente- la profundización de la agenda de seguridad. La moraleja que parece haber leído La Moneda es muy temeraria, pero clara: si se puede resistir con tan poco apoyo, mejor recuperar a los más duros dándoles en el gusto, aunque esto condene al Gobierno a una pequeña minoría perpetua y al descrédito internacional.
By:Patricio López / Diario Uchile