Hijo de pastores luteranos, Bergman se formó en teatro y tuvo una destacada trayectoria en las tablas antes de llegar al cine en los años cuarenta. Su inquietud por los temas trascendentales de la humanidad serían una constante en sus películas que nunca temieron abordar temas de gran peso filosófico y moral
La Cineteca Nacional tiene por estos días una muestra para celebrar los cien años del fundamental realizador sueco, excelente excusa para detenernos y valorar las razones que lo han convertido en uno de los cineastas más influyentes de la historia del cine.
A lo largo de su extensa carrera, que incluyo una cuarentena de filmes, Ingmar Bergman ganó más de sesenta premios internacionales y estuvo nominado a nueve Premios Oscar obteniendo el de mejor película de habla no inglesa en tres ocasiones con El manantial de la doncella (1961), con Como en un espejo (1962) y con Fanny y Alexander (1984), además de premio Irving Thalberg a su trayectoria otorgado por la academia hollywoodense en 1971. Otros gigantes de la gran pantalla como Kurosawa, Tarkovsky y Kubrick consideraban a Bergman una influencia fundamental y, hasta hoy, se puede decir que el cine contemporáneo mundial no sería lo que es sino fuera por las imágenes y emociones que Bergman supo poner en pantalla.
Hijo de pastores luteranos, Bergman se formó en teatro y tuvo una destacada trayectoria en las tablas antes de llegar al cine en los años cuarenta. Su inquietud por los temas trascendentales de la humanidad serían una constante en sus películas que nunca temieron abordar temas de gran peso filosófico y moral, fuertemente influenciado por otro director nórdico que –como Bergman- tuvo una fuerte formación religiosa y que uso el cine como una herramienta para hacerse las preguntas claves sobre la fe y la existencia: Carl Theodore Dreyer.
Su alianza con el director de fotografía Sven Nykvist, desde muy temprano en ambas carreras, permitió que el cine de Bergman alcanzara unos niveles visuales poco vistos antes en la cinematografía mundial. Ambos realizadores estaban absolutamente enamorados de la luz y de los primeros planos, y al tener elencos con los que trabajaban continuamente –como Liv Ullmann y Max Von Sydow, entre otros- pudieron manejar a la perfección como cada detalle de la luz afectaba la visión de los rostros de estos intérpretes y permitía adentrarse en la interioridad de los personajes.
Bergman fue artista que decidió mantenerse alejado de las luces y, por gran parte de su carrera, no dar entrevistas, aunque si fue generoso con sus memorias, sus escritos y con compartir su pasión con alumnos de cine en distintas partes del mundo, lo que ha permitido que más allá de su cinematografía, su pensamiento siga vivo y extendiéndose entre las nuevas generaciones.
La muestra en Cineteca Nacional se realiza hasta este lunes 30 de abril e incluye cintas como la inicial Un verano con Mónica (1953) y que lo consolidó a nivel internacional; Fanny y Alexander (1983 ), ganadora del Festival de Venecia; Sonata otoñal (1978); la fundamental Persona (85 min) y una de sus últimas obras Saraband (2003). Además de las exhibiciones en el espacio de acceso a la sala se puede visitar una exposición gráfica con la línea de tiempo de los momentos destacados de la vida del cineasta. La entrada general para cada función tiene un costo de $2.000, mientras que estudiantes, adultos mayores y convenios pagan $1.000
Al celebrar su centenario y revisar sus películas podemos reconocer que, más allá de los absolutamente meritorios premios y reconocimientos, el cine de Bergman se sigue defendiendo desde un lugar trascendente: el lugar de las preguntas y las inquietudes humanas. Sus películas continúan siendo tremendamente contemporáneas porque nos siguen vinculando con aquellas cuestiones centrales del habitar humano, aquellas que nos angustian y nos animan. El cine de Ingmar Bergman nos sigue regalando un lugar que, aunque no ofrece respuestas, si nos comparte sus preguntas y nos permite sentirnos más acompañados en nuestras soledades existenciales.
By: Antonella Estévez / Diario Uchile